Germán estaba acurrucado en una de las butacas, inmóvil como una estatua, tan sólo las lágrimas persistían en su movimiento. Nunca había visto a un hombre de su edad llorar así. Me heló la sangre. La vista perdida en los retratos. Estaba pálido. Demacrado. Había envejecido desde que le había visto por última vez. Vestía uno de los trajes de gala que yo recordaba, pero arrugado y sucio. Me pregunté cuántos días llevaría así.
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